Hoy ya no es objeto de debate científico el vínculo entre el cambio climático y los modelos de desarrollo tecnológico y económico de la sociedad moderna. Es una certeza la vinculación entre la altísima producción industrial, los esquemas capitalistas de consumo irrefrenable, la generación sin límite de desperdicios, y procesos como la reducción de los polinizadores, la desertificación, el deshielo polar, la polución química o la reducción sustancial del agua potable (IPCC, 2007 y Dutta, 2017). El cambio climático constituye el sentido más claro de lo que la sociedad humana puede producir a escala global sobre la vida, la huella más trágica de lo que los científicos llaman el antropoceno. Pero es justamente esta huella, realizada como significativa alteración de la Tierra por vía de la fuerza de reconstitución tecnológica, lo que aún debe intensificarse en el debate de nuestro tiempo: es necesaria esta convocatoria a pensar en términos éticos, sociopolíticos, económicos y existenciales, las implicaciones de lo que considero humanismo autoritario.
Cuando Marc Bassets, reportero de El País, después de entender que el Covid 19 es un virus zoonótico, le preguntó a David Quammen si debemos temerles a los murciélagos, el célebre escritor científico le respondió “La solución no es quitarnos a los murciélagos de encima sino dejarlos en paz”. Bassets entonces interpeló: “¿Somos responsables los humanos de lo que está ocurriendo?” y la respuesta fue contundente: sin duda.
Todos los humanos, todas nuestras decisiones: lo que comemos, la ropa que vestimos, los productos electrónicos que poseemos, los hijos que queramos tener, cuánto viajamos, cuánta energía quemamos. Todas estas decisiones suponen una presión al mundo natural. Y estas demandas al mundo natural tienden a acercar a nosotros a los virus que viven en animales salvajes. (Bassets, 2020, s/p). Se trata de lo que llamé fuerza de retorno. La cuestión concitada aquí es en realidad monumental. Convoca nuestra mayor capacidad de heurisis interdisciplinaria, nuestra filosofía más lúcida, nuestra ciencia más sensible, nuestra mejor reflexión estética y ética. Es una tarea que las sociedades contemporáneas debemos encarar: ¿cómo vamos a descifrar y a corresponder a la fuerza de retorno de lo que hemos hecho a la vida en nuestro planeta?
Desconozco las posibilidades y menos aún algún tipo de respuesta. Creo que sabemos poco, en el sentido de que no hemos logrado cruzar con suficiente fuerza las necesidades reflexivas de una ética transhumana, con el conocimiento científico concitado y especialmente con la actitud política que la vastedad del asunto reclama. Yo solo pretendo entonces indicar una de las rutas que me parece se relacionan intensamente con todo esto. Hay una conexión latente entre las decisiones técnicas que actúan sobre nuestro ambiente y sobre nuestras vidas individuales y sociales, y las concepciones que los seres humanos tenemos firmemente arraigadas, sobre lo que somos.
Lo que los seres humanos creemos ser, lo que demandamos para vivir, la forma en que significamos nuestra diferencia o identidad con los otros de la naturaleza, los procesos que echamos a andar para obtener eso que creemos necesitar, la forma en que organizamos nuestra sociedad y nuestro espacio, la manera en que definimos nuestras relaciones, la actitud y concepción que tenemos respecto al mundo que habitamos y del que obtenemos eso que creemos merecer. Pero lo que los seres humanos somos y creemos ser no es un resultado espontáneo ni un designio a priori, es una producción del tiempo, una elaboración histórica muy compleja que, por esta razón, está sometida a múltiples transformaciones y radicales rupturas y mutaciones.
La crisis que hoy nos resulta evidente está íntimamente conectada con las formas en que los seres humanos nos producimos a nosotros mismos. Hay una discusión entre Heidegger y Sloterdijk que puede ayudar a ver algunas de sus implicaciones. No es, naturalmente, un intercambio en un situ imposible por la asincronía de los personajes, es más bien un diálogo descolocado acerca de lo que Sloterdijk ha llamado la “tecnología de producción antropológica” y Heidegger consideró como la imposibilidad del humanismo. En otras palabras, la cuestión de cómo el ocaso antropológico se encuentra enlazado con los riesgos de aniquilación del ser, leído aquí como depredación de los fundamentos de la vida.