Don Desiderio Murillo festejaba cada noche la grandeza. Permanecía cada día, leal al universo, viendo su potencial transformador, enamorado de la vida. No sé si hablar de él en presente o en pasado, lo más seguro es que ya murió, defendiendo los valores en los que creía. Curandero de mordeduras de víbora, con 80 años sobre sus espaldas, botánico y un sabio. Para él la naturaleza guardaba enigmas sagrados y se indignaba cuando se atentaba contra ella. Callado, prudente y acertado en sus juicios rezumaba modestia y energía. Poseía una gran sabiduría natural, un respeto absoluto por la vida y los actos de los otros y una ética médica transparente y estricta. Para él curar era un arte que debía ser transmitido antes de morir, a alguien con fe y buen corazón.
Un día le pregunte qué se necesitaba para ser su alumno y él me respondió que el único requisito era tener el alma pura. Me enseñó a desarticular mis estructuras, a no tener necesidades. Una a una las fui viendo caer por la ladera de la montaña, mojadas del sudor de la selva, rotas por mi respiración jadeante y dolorosa. Ahora soy capaz de dormir vestida o no, de no usar espejo, ni acordarme siquiera del maquillaje, me baño en ríos y con agua helada, o no me baño y soy capaz de comer casi cualquier cosa o de no comer, me enseñó a ser una guerrera que no gusta de la guerra pero que no se deja someter por la injusticia, me enseñó la dignidad de pertenecer a la especie humana y por supuesto me enseñó su arte.
“El hecho de conocer al abuelo es un privilegio de las nuevas generaciones. La esperanza de vida ha ido creciendo con el tiempo y con los avances de la ciencia y ahora, somos muchos los ancianos.”
Me mostraba que la manera de comprender los grandes secretos del universo era el silencio, entregarse a lo que estás haciendo en cualquier momento de tu vida, si es trabajar, es trabajar, si es comer, es comer, si es caminar, es caminar, esa entrega es la que nos permite acceder eventualmente a ráfagas de inspiración y visión, como si te desintegraras y tiempo y espacio no te aprisionaran más y accedieras a ese caudal de conocimiento que fluye permanentemente en la otra realidad.
Para él todo tiene vida, pero lo asume de verdad. Todo es un diferente nivel de vida, pero vida al fin. Respeta todo, se comunica con o sin palabras, habla desde el corazón, es un ser verdadero. Dice que los animales están para protegernos, él habla con ellos, los árboles para orientarnos, las piedras para darnos energía. Es capaz de convertirse en flor, nube, mariposa o pájaro. Es uno de esos ancianos que sostiene en la práctica el concepto de que la naturaleza es el centro de la vida.
Don Desi se quedaba absorto mirando el río, como si mirara su vida en un espejo que hubiera perdido y de repente encontrara, como si hubiera tenido amarrado el pensamiento, encerrado en la jaula de la lucha por sobrevivir, simplemente. Conmigo, durante tantas jornadas, recordó cuánto le gustaba la vida y cuánto quería vivirla con alegría y con dignidad.
Iba soltando sus palabras que eran un murmullo evocador de sabiduría, de cuentos, de vida. Y hablaba y callaba y en esa forma yo encontré con él, el camino que ha sido recordado tantas veces y compartido con otros. Es evidente que la percepción que él tenia de todos los asuntos, afloraba siempre rica en poesía, en magia, en sabiduría, en herencia cultural. De eso se trababa, de encontrarse con las propias posibilidades de interpretar su vida y con ella, la mía.
Este hombre perteneciente a la comunidad del Bajo Calima, Litoral Pacífico colombiano, es solamente un ejemplo de muchos de nuestros ancianos que aún andan refundidos por ahí en algún lado. El Dr. Víctor Manuel Ruiz Velasco a continuación nos muestra la situación la ancianidad en la Ciudad de México y el trabajo que hace con su equipo para tratar de hacer más digna esta etapa de la vida.