La pobreza es un fenómeno que se extiende por toda la Tierra y es un tema no sólo apasionante sino urgente. No he escrito sobre él porque implica romper conmigo mismo y tendría que romper conmigo porque yo siempre he vivido en la otra orilla de la problemática; muy cómodo, muy pleno y no obstante siento que no puedo ignorar que el mundo en el que vivimos es un mundo dominado por la pobreza. Además, me siento impotente, incapacitado ante una situación tan compleja.
Tenemos muy interiorizada la idea tradicional según la cual la pobreza es la falta de ingresos, sin embargo, la pobreza implica la carencia de varios tipos de libertad y de muchos servicios ajenos a nuestro manejo, como la falta de educación, de servicios sanitarios, de salud y medicamentos, la situación de subordinación de la mujer, las condiciones medioambientales comprometidas, falta de empleo, etc. A gran parte de la humanidad se le priva de los derechos humanos básicos, como el derecho a un techo, alimentos, agua.
Todas las propuestas y planes para analizar y corregir este problema únicamente son paliativas, son distractores y sólo empeoran la situación. Los planes que se desarrollan fallan porque la mayoría de las acciones que se llevan a cabo apoyan políticas que conducen al hambre, debido a que se tiene que sostener el poder, la liberalización económica y crear una homogeneidad cultural, un orden social “adecuado”.
Reducir la pobreza implica solucionar muchas de estas carencias. Para ello hay que aumentar el poder de las personas pobres y garantizar que las prestaciones se amplíen y que las deficiencias se eliminen. Solamente con políticas esencialmente diferentes, con proyectos basados en la dignidad y la justicia, fundamentados en el respeto hacia la libertad de las personas y de las comunidades, se puede acabar con el hambre y la falta de lo más elemental. Esto es posible, es urgente y es un compromiso de todos nosotros, con la humanidad, con la vida.